Divago, pienso en la pintura que encabeza esta entrada, pintura del artista visual, residente en la ciudad de Iquique, Cristobal Betancourt, una de su serie de tres bajo el título Retratos (2008). Pienso en esa pintura a razón de estar leyendo un ensayo de Iuri Tiniánov.
Remedo en el párrafo que sigue a Tiniánov (lo traiciono en principio, aunque espero serle fiel en lo profundo) y reproduzco a mi modo la desaparición de Cristobal, su paso a un lado.
Confío en lo que escribo (¿?), no dejaré de hacerlo (de escribir). Al mismo tiempo tengo la certeza de que, así como Cristobal, no he creado ni siquiera un relato de mí, donde lo biográfico se ofrezca como una literatura oral, apócrifa. Con la desaparición biográfica condeno mi escritura a la desaparición.
Una certeza: que yo desaparezca y con él mi escritura, que no sea de otra forma. He allí no libertad creadora ni línea teórica o manifiesto, sino una necesidad personal.
¿Por qué seguir escribiendo? No lo sé, mas atisbo una verdad en lo que sigue... y un poco me relato, me (des)escribo, miento.
Cuando yo estudiaba en el Liceo Industrial A-16 de La Calera (entre los 13 y 15 años), mi padre, quien creo que nunca terminó el colegio (Educación Básica, Primaria, etc., que ya se entiende), me habló un día en el patio de la casa sobre pintura, pues fue pintor de oleos hace mil vidas. Me dijo que primero se aprecia pintura, cuadros, obras, y antes que pensar se siente aquello que se observa, y que si él pintó después fue porque quiso estar más cerca de aquello inexpresable que admiraba, quiso ser aquello, y que en esa empresa imposible al mismo tiempo una honda pena pero también un honor: el de sentir placer frente a la obra, y en ese placer dejar de ser, un poco, y ser más pleno.